CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO
CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO. LA CAIDA DE LA CASA ESCANDON.AUTOR

LA CAIDA DE LA CASA ESCANDON.AUTOR:Rafael Edmundo Arévalo Escandón. (Simón).

La Caída De La Casa Escandón

En aquel tiempo siendo un adolescente y en la estación de otoño en que las hojas caen de los árboles, se vuelven amarillas y secas, en un ambiente lúgubre, silente, cuando el cielo se nota borrascoso, caminaba por un lugar del planeta y al aproximarse el crepúsculo, encontré frente a mis ojos la deprimente Casa Escandón. Cruzó por mi mente una profunda turbación al ver el estado en que se encontraba la Casa Escandón. Se apoderó de mi un insondable dolor como si escuchara la poética de una natural elegía que impacta al ver un paisaje lóbrego o tétrico. Acercándome miré detenidamente por fuera de la casa – los muros agrietados, las puertas como párpados caídos moviéndose con dificultad y el entorno, con árboles desprovistos de hojas que me daban la sensación de estar mirando fantasmas de brazos largos, extendidos con temibles garras –, un rio donde se reflejó en una época la casa cuya imagen presentaba un contraste bello y a la vez misterioso, ya estaba con poco caudal. Antes para llegar a la casa se debía hacer por un puente, y ahora con el acicate de la tristeza del pensamiento que no cejaba se hacía caminando, con una opresión y nostalgia; el alma se interrogaba sin encontrar connatural respuesta, con sentimiento real y fantástico, como lo que experimenta una persona estando bajo el influjo de una droga alucinógena, y luego tiene la vivencia que se ha levantado el telón del teatro trágico de la existencia. Era una desazón, una verdadera melancolía, un frío intolerable corría por mi cuerpo que la razón no alcanzó a comprender la tristeza por la extremada situación, sin imaginarse el corazón del soberano dolor hasta dónde puede llegar con su siniestro.

¿Qué pasaba? Me desanimaba la alegoría de la Casa Escandón. Bueno, me dije, que simplemente las cosas ocurren con una connotación que transciende causando pena o estupefacción, pero que a veces es un enigma que la mente no logra descifrar. Tal vez remplazando los defectos de la imagen con armonía y ajustes con sencillez, acaso pudiera menguar tan doloroso paisaje, pues cuya fuerza hiere la retina de quien la ve. Me pareció que con este razonamiento había armado un plan. Tenía miedo de pasar unos días, semanas o quizás meses en esa casa caída. Su dueña era mi tía, una de las más queridas de la familia, pero hacía mucho tiempo que no sabía de ella desde la muerte de mi abuelo, que tuve que desplazarme a otro sitio para continuar con mis estudios. Empero, había recibido recientemente una llamada, el número lo desconocía ni aparecía la foto ni el nombre, tampoco estaba en mis contactos; era mi tía a quien reconocí porque siempre me llamó Simo. Me extrañó, porque la voz era entrecortada, temblorosa, me solicitaba que fuera donde ella a la brevedad posible, entonces me preocupé ante su solicitud emergente. Mi tía era una mujer de carácter, muy seria, siempre procuraba estar bien presentada con lo mejor de su ropero, con un peinado de volumen para dar sensación de abundante cabello, teñido de color morado, que con su frente en alto le daba un aire distinguido. Sin embargo, conmigo era afable y risueña. No puedo dejar de contar que era chapada a la antigua, venía de una familia sobresaliente que fue reconocida por sus propios méritos, su compañía siempre fue un bello y enorme perro de raza, con un ama de llave que vestía un traje negro, largo y se calzaba con botas, por luto a su difunto padre que había fallecido de tuberculosis cuando ella era aún una niña y mi tía siempre la tuvo con ella, de su madre no se sabía nada. Su figura era casi esquelética, de mirada apagada, de ojos cansados, irritados, ojerosos y profundos dentro de la cavidad orbital.

Recuerdo que mi tía me aconsejaba muy bien, deseándome lo mejor. Valiosos consejos que nunca olvidé como una bendición que me estimuló para seguir adelante en los momentos aciagos de mi vida. Entonces, mi amable lector, mi conciencia me repetía una y una vez más, tienes que atender al llamado de tu tía. Sentí que tenía una obligación moral, se me vinieron todas las preocupaciones éticas y religiosas como único pariente que conociera en dolorosa situación. Ella me contó que se sentía muy mal, su cerebro no le estaba respondiendo bien, con su memoria hacía fuerza para recordar, parecía ver a su padre llamándola como en otrora porque era su preferida. Fue tan intensa conmigo que persistía que me hiciera presente por ser su adorado sobrino a quien con esfuerzo recordó en su loca cabeza y contrató a un investigador para dar con mi paradero. Quizás a mi lado podría calmar su enfermedad. A todo este cuadro familiar inferí que era imposible negarme, que no tenía otra alternativa, sino la decisión de acompañarla porque teníamos gratos vínculos familiares que nos unieron en el pasado.

A pesar de habernos tenido tanta familiaridad, honestamente, ignoraba muchas cosas de ella porque era profusamente discreta. Yo conocía, sin embargo, que provenía de una dinastía influyente con sensible personalidad por la literatura, amante de las antigüedades, la música, por las obras benéficas, que estas acciones misericordiosas para la comunidad la ofrecían con decoro y con prudencia. Así como solventaba sus obstáculos de manera afortunada, también a veces eran adversas, no como la belleza veraz que proporcionan las artes y las letras al sorprender el espíritu. Conocía también que la familia era prolífica, que la conformaba una significativa descendencia, con cierta conducta en relación con la férrea raíz que la célula de la sociedad exige de los lazos familiares de forma profunda, ojalá sin mayores cambios que hagan posible a una humanidad estable. Esta reflexión se me vino a la mente cuando meditaba sobre la mansión, que su nombre de todas maneras se originaba de los valores obtenidos y reconocidos de generación en generación, advertidos por la misma comunidad, como en este caso, hasta ganarse la denominación de ´´La Casa Escandón´´. Siempre fue conocida así por los lugareños que cuando pasaban por la casa murmuraban, ´´que sus dueños pertenecían a una singularísima familia´´.

Mi alma me decía que era un sueño, no podía ser verdad la forma en que se veía la casa, era una alucinación que ocurría con gran imaginación en mi mente. Entonces, abrí más mis ojos, sacudiendo mi cabeza porque no lo podía creer. Luego caminé un poco más, observé grietas que bajaban, desde el techo, en ellas incrustadas ramas trepadoras de hiedra sarmentosas de hojas perennes de color verde oscuro y frutos en bayas negruzcas. Manchas de pintura como prueba que el inmueble no se volvió a pintar. Estaban muy descuidados sus muros. Así se veían los muros con la pintura que no parecía pintura, sino como cuerpo despellejado e indescifrable, dejado por la inclemencia del tiempo. Pero esto era diferente a la devastación, contraria a las ruinas de las casas de la antigua Grecia. Aún se conservaba toda la mampostería, su aparejo, muros de construcción estructural que le garantizaba, tal vez, mantenerse en pie. Semejante a aquel mausoleo monumental, suntuoso del pasado que con los años es presa del olvido, de cruz caída y con borroso epitafio, imaginando uno lo que fue aquella aristócrata familia al rememorar su gloriosa época.

Entretanto que advertía estas cosas continué caminando, toqué a la puerta con la aldaba en forma de león o de quimera, con argolla de hierro de las más antiguas, unida a una cabeza de bronce. Estilo este a los llamadores destinados a las puertas de las iglesias de la Edad Media. Luego, se abrió un portillo. Una mujer vestida de negro, de paso suave me guió sin modular una sola palabra a donde estaba su patrona. Mientras, me llamaba la atención la decoración de la casa con las molduras doradas de los techos, de las paredes y de las largas columnas. Las alfombras parecían una colección a todo lo largo de un inmenso corredor, las había tibetana, japonesa y turca. También, lámparas de murano, gobelinos colgados en las paredes alternados con cuadros al óleo de la familia y de ciertos personajes; algunas con miradas fuerte, fijas, asociada a la creencia de ser maléficas que atemorizaban. Había otras poéticas, tranquilizando mi corazón acelerado, recordando que de este lujo estaba acostumbrada mi tía. Pero del que no era fácil adaptarme por el abandono en que estaban, con telarañas, el ambiente húmedo, espacios oscuros, enigmáticas bóvedas, portones cerrados, posiblemente para esconder cosas, evitando la curiosidad de los demás. Y otros tantos adornos llamativos de considerable valor.

El ama de llave me dejó con mi tía, al verme me recibió con cálida jovialidad, hasta el viejo perro movió la cola de felicidad. Yo le pedí que no se molestara que continuara rezando el rosario en el oratorio, pero ella respondió que ya lo había terminado, que lo ofreció por mi llegada y todo se le cumplió. La miré a los ojos, vi que sus demostraciones efusivas de afecto eran de esperanza, de clamar compañía por su estado de salud, sumida en la soledad. Era muestra de una actitud real. Tomamos asientos, no me dirigía ninguna palabra, mientras tanto, la contemplaba compasivo por los cambios que había sufrido su rostro con los años, emanados de su dolor. La mirada lejana, absorta que no me ponía atención, con la mente en otra parte, la boca más pequeña por los labios que sutiles se recogieron como códigos por la avanzada edad, la piel deshidratada, frágil, llena de manchas. Los dedos de las manos huesudos, largos y muy delicados. El cabello se veía fino que aún le daba un toque bello en medio de tanta discrepancia de su imagen. Pero la observé muy bien y parecía tener una peluca por la caída de su cabellera natural. Todo esto me estremeció y más todavía me amedrantaba. Difícil era asociar a los que fueron sus años mozos con la imagen hirsuta que estaba presenciando como cosa de la evolución natural y asombrosa de todos los seres, sin excepción ninguna de géneros, inherente a la esencia de la misma vida humana.

En el modo de comportarse mi tía, advertí poca armonía en sus movimientos al hablar, una inestabilidad en controlar su cuerpo, ya lo presentía que iba a encontrarme con una situación parecida, sus gestos eran nerviosos. Su voz entrecortada, ronca que casi no se le entendía lo que decía, con una sordera que para escuchar un poco se colocaba al oído un cono de carey. Tenía una pérdida auditiva normal que ocurre con el envejecimiento, también por las sustancias tóxicas ingeridas para disipar los dolores artríticos.

Poco a poco me explicó el por qué deseaba que la visitara, de su impetuoso anhelo que estuviera con ella. Comenzó con el origen de su malestar. Era, dijo, un trastorno que hace años la agobiaba, gastando una fortuna consultando a los médicos más prestigiosos. Se mostraba preocupada para referirse a los síntomas. Cuando me precisó unos de ellos, me robaron la atención y me impresionaron. Padecía de alteraciones sensoriales. Enfermedad neurológica de los trastornos del sistema nervioso central, siendo más frecuentes la demencia, la epilepsia, el Parkinson, la esclerosis múltiple, la migraña, disfonía… No podía asearse ni vestirse sola, hasta el alumbrado más tenue le martirizaba los ojos. Yo evocaba en un segundo la bella habilidad que tuvo para interpretar el violín que ahora lo veía luciéndolo sobre un soporte de madera como pieza de museo, el cual me motivó para su aprendizaje en el pasado, pero nunca como con la maestría de mi tía, quien estaba literalmente impedida para tocarlo y me causaba mucha tristeza. La canción que más la cautivaba era El Adagio En G Menor para violín de Tomaso Albinoni, bella pieza musical para disfrutar que tocaba muy inspirada, me contaba cuando terminaba, que esta pieza musical fue rescatada como una joya de las ruinas de la Biblioteca de Dresde, Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial.

Vi que estaba encadenada en la angustia a un destino de desorden y horror. ´´La muerte me espera – advirtió - , moriré por esta nefasta demencia que me consume. Me es insoportable el tiránico despropósito. No aún me acobardó el peligro y el terror, la melancolía y la abulia, pero en cualquier momento la muerte con su poder no necesitará abrir mis puertas para entrar a llevarme sin compasión, porque paso a paso he recibido sus anuncios. Impedida estoy, y ya me tiene dominada´´.

Percibí algo nuevo de ella, que tenía una personalidad ambigua, la seriedad y firmeza con que le conocí se había convertido en una apariencia para demostrarme que todavía era fuerte y determinante. Además, se sentía poseída por la brujería, atribuyéndole la anormalidad a la casa que ocultaba espíritus espantosos cambiando todo el ambiente a una atmósfera pesada seguida de sospechosos ruidos provenientes del sótano; a fuerza de resistir a ese tormento, la afectó en su moral que era su poder para obrar de conformidad de lo que consideraba circunstancial decidir en correcto e incorrecto, pues desvariaba con frecuencia. Sinceramente se me pusieron los pelos de punta porque todo lo contaba con tanta realidad que creía ver sombras que cruzaban por la puerta del salón contiguo, mientras conversaba con mi tía.

Mientras yo hablaba, me interrumpió para regañar a su perro, le gritó, le dijo que se fuera de su lado, que estaba molestando mucho. El viejo y grande perro corrió a otra habitación con la cola entre las patas, chillando por la amonestación de su ama a quien siempre había acompañado y obedecido como su fiel amigo. En un instante me distraje de hablar, miré hacía la otra habitación y me pareció ver el perro que pasaba veloz y detrás la sombra del ama de llaves, que llevaba algo en la mano. El estupor me dejó sin habla.

El ama de llaves era hipocondríaca, no se alimentaba bien, delgada, pálida, naturalmente desanimada; su presencia espantaba con su forma de vestir, traje largo y botas de color negro y cabello greñudo. Su amor por mi tía, era como una madre para ella, quien siempre estaba presta a cuidarla y atenta de sus movimientos y que no le fuera ocurrir nada. Esta fidelidad la descomponía cuando la veía sufrir y prendía la alarma gritando energúmena. Advertí que una de las sombras que parecía ver, era la de ella como atisbándome con desconfianza, con mirada neurótica. La enfermedad del ama de llaves había sido también atendida por psiquiatras, la que controlaban con medicamentos de patente, pero nunca tuvo definitiva cura. Fue diagnosticada, además, de un fenómeno nervioso repentino, se le inmovilizaban los músculos con sensaciones alteradas llamada catalepsia.

La complejidad en que pasaban los días y los meses en La Caída de La Casa Escandón, me sentí muy confundido, pensando que mi tía no tenía más descendencia, sino que sólo le quedaba yo como sobrino de sangre; pero no quería que sufriera viéndome con la contagiosa y sombría energía que exhalaba la casa. Entonces, no mencioné nada más funesto, quise darle una sorpresa, tomé el violín e interpreté la bella canción Adagio En G Menor De Albinoni. Embelesado con la pieza musical, sentí pura magia. Dirigí la mirada hacía mi tía, vi que disfrutaba de la música a la vez que sollozaba porque quizás traía a su memoria, los más gratos momentos de su pasado y el de su hija violinista, quien murió en un accidente de aviación. Pero seguí tocando la obra porque la subyugaba, transportándose a un mundo más plácido. Este instante me hacía feliz también. Me imaginaba en el Teatro Scala de Milán, Italia, uno de los más famosos de la música clásica. Su defecto auditivo fue tolerante durante la interpretación, sensiblemente atenta recordando tal vez aquellos días que con maestría tomaba su violín y llovían los aplausos para una prodigiosa solista. Continué entreteniéndola para alejarnos del sufrimiento, de ese entorno lúgubre, enfermizo con olor a azufre. Sin embargo volvíamos como a un círculo vicioso que esclaviza la mente humana en ausencia de una completa salud. Tomé algunos libros que de su valiosa biblioteca que aún conservaba, como El Principito de Antoin De Saint Exupéry, le recordé que le autor en unos de los apartes de su texto dijo: ´´que pidió disculpa porque el tema estaba dedicado a una persona mayor, era a su mejor amigo que tenía en el mundo. Se colocaba a nivel cultural de las personas para hablar de su mundo, al saber que no era tan lúcida´´. Lewis Caroll, autor de ´´Alicia en el país de las maravillas´´, le recordé que él sufría de migraña y que para esta obra imaginaba los personajes pequeños. Erasmo de Roterdan, escribió: ´´Elogio de la locura´´ y pasé rápidamente, al autor Oliver Sacks, neurólogo que sus escritos fueron sobre los temas de la alucinación e imaginación. Una de sus importantes textos: ´´El hombre que confundió a su mujer con un sombrero´´, solté una ligera risa. Neil Gaïman, ´´El cementerio´´, nos impresionó el libro por la masacre de una familia, el hijo menor huye al cementerio, allí los muertos se reúnen para definir si se hacen cargo del niño abandonado. Por último abrí la obra de Eurípides, cuya obra no quise leer porque estaba envuelto en una trama de profunda brujería. Como buena devota, tampoco le faltaba La Biblia y el rosario. La familia, cuanto libro veía lo compraba que la biblioteca se volvió gigante que habilitaron un gran salón para almacenarlos y ella continuó con la tradición. Principalmente tenía preferencia por los temas de arte, los clásicos, la quiromancia, comportamiento humano. El género literario de terror era también su afición que como sustrato la sedujo a crear una mente llena de fantasías. Consultaba mucho sobre las facultades cerebrales y la pérdida desafortunada de sus centros de aprendizaje, sobre todo cuando predominaba la locura. Esta parte intelectual tenía una relación con la enferma cuando imaginaba ver fantasmas que aparecían y desaparecían por la casa. Además, de sentir ruidos, voces que le hablaban al oído. Yo tenía miedo, un miedo contagioso. No podía borrar de mi mente todas estas cosas extrañas que sucedían. Estando acostado, en las noches escuchaba el aullido de los lobos que rondaban por los alrededores de la mansión y también el ama de llave gritando. Yo tenía miedo, miedo contagioso.

La noche después de tocar el violín me fui a la cama y me dormí, ocurrió una cosa muy desagradable, soñé que había hecho un pacto con el diablo, entonces tocaba el violín maravillosamente y de manera mágica. Desperté a media noche tembloroso, me puse peor cuando desperté y vi frente a frente el ama de llaves que traía una bandeja con un vaso de agua. Ella también se puso nerviosa, tiró la bandeja de plata al suelo, el ruido fue estruendoso y estaba tan débil que falleció de ipso facto por causa de un infarto. A solicitud e insistencia de mi tía me solidaricé con los arreglos funerarios. Estando el cadáver en el cajón que había sellado con largos clavos, ella quería enterrarla en una cripta improvisada en la planta de abajo, en el lugar en el que se almacenó en una época el carbón para la chimenea, porque deseaba tenerla cerca. ¡Cuánto sería el amor por ella! Entonces arrastrando el ataúd atravesé una larga bóveda y llegamos a un lugar sin luz. Tuve que encender una vela para ver, que permanecía en el sitio lúgubre. Corrí una tapa de concreto de la sepultura y la depositamos en el ataúd. Despedimos a la difunta con respeto rezando un rosario y terminamos diciendo que brillara para ella la luz perpetua. Una vez sepultada, yo anhelaba retirarme de este lugar de pánico, estaba que me vomitaba. Mi tía notó mi incomodidad. Preguntó: ¿Estás mal? Respondí: que sí, pero fui muy prudente. Luego me reveló que la mujer que estaba allí enterrada era su propia hija que concibió un tiempo después de muerta su hermana mayor. Realmente yo no lo sabía, siempre me imaginé que era el ama de llaves. Pero sí, había notado en una de las fotos de los salones dos mujeres menores, pero guardé silencio. Mientras volvíamos exhaustos hacía al primer piso. Las ratas se cruzaban en nuestro camino, sentí un olor rancio y húmedo, vi dañinos hongos blancos y negros, la poca luz era de las antorchas a lado y lado de las paredes y el aire estaba enrarecido. Riesgos estos de saneamiento porque causaban alergias. Afortunadamente llegamos a la reja de hierro que separaba este horroroso lugar de la parte superior de la casa, que tampoco era lo más acogedor. El humano comportamiento de semejante ceremonia, me dejó atónito, no me atreví a modular ni una sola palabra por respeto a mi tía, sino de aceptar el aterrador rito.

En esos días subsiguientes la amargura la invadió de tal forma que el desequilibrio mental era más agudo. La memoria le fallaba olvidando sus cotidianos quehaceres. Caminaba por los pasillos de la casa, a veces susurraba palabras, hablando sola, de vez en cuando se dirigía a mí, muy seria, pero no le entendía. Se sentía la pesadez y el pavor. En instantes yo trataba de justificar su actitud, que obedecía al duelo por su hija muerta y en otra ocasión creí que la enfermedad la estaba empeorando hasta llegar hasta al punto final de su existencia. Nada raro era que aumentara mi preocupación y el miedo. Me había sensibilizado de todo aquello que acontecía y que no me dejaban en paz. Al llegar las noches yo las pasaba en vilo, pensando en lo del ritual y en el grave estado de salud de mi tía. Los nervios me comían vivo. Sentía que cada vez más me estaba contagiando con esa cosa tan pegajosa, que empezaba a sentir un trauma psicológico que amenazaba profundamente mi bienestar, como consecuencia de esas vivencias, sucesos que envuelven un asedio real a la integridad física y mental y que afectaba mi normal humanidad desde el mismo momento que entré a la casa. La reacción ante los hechos me envolvía en un miedo intenso, con sentido de incapacidad de controlarme ante el horror. Cuando llegaba la noche era un tormento y trataba de dormir. Una noche mientras dormía, soñé que mi prima se había levantado del ataúd, con un puñal en la mano atacándome sin poder evitarlo. Ocurrió que al dormirme con el estilógrafo en la mano, con el que había anotado la fecha de su muerte, mi cabeza presionaba mi mano paralizándola, fui víctima de algo normal que sucede en estas circunstancias, porque al despertar la pesadilla terminó, pero me llevé un gran susto por causa de un hecho palaciego.

Esas noches de horror coincidieron con un clima que no ayudaba para nada, tormentas, relámpagos y truenos. El viento silbaba provocando ruidos temerosos. Entre nubes negras aparecía la luna que parecía correr entre ellas como presagiando la malignidad. Los perversos lobos no cesaban de aullar. Intenté no pensar en todo esto tan horrible buscando un escape mental que me proporcionara cierta tranquilidad, pero no lo lograba. No quería salir de mi habitación y empecé andar de rincón a rincón. De pronto sin avisar fue apareciendo mi tía, de quien me asombré porque sostenía una lámpara de petróleo con luz tenue en medio de la oscuridad. Su rostro se veía cadavérico, con la boca chupada, se le habían olvidado los dientes que dejaba en el nochero en un vaso con agua. Su piel era pálida, no tenía maquillaje en su rostro y con una mirada penetrante. Su aspecto me acobardó. Le insinué que evitara de caminar por los corredores sin abrigo porque podría agravar su enfermedad, también de tropezar y sufrir una caída mortal. Mientras dejó la lámpara en la mesa de noche de mi cama, le dije que evocáramos momentos felices de su juventud cuando yo era un niño. Quería dialogar de algo para atenuar un poco todo este desespero que tenía y entretenerme con ella. Y no decía nada. Entonces, yo le recordé de las cartas amorosas y perfumadas de su primer amor y el galanteo por conquistarla y también que cuando yo era un niño corría y corría detrás del tren hasta alcanzarlo y ella impaciente me gritaba: ¡Simo, te vas a matar! Ya esto me hacía algo feliz en medio de la tristeza que abrazaba a toda la casa. Continué memorando otras cosas agradables, mientras se mecía en una mecedora danés. Una brisa irrumpió, era tan fuerte que me detuvo el monólogo, fui a ver los salones y se cerraban las puertas y ventanas, papeles volaban por el aire, los gobelinos se desprendían, los cuadros caían al suelo; parecía oír voces y cada vez el viento era más fuerte. Entonces impresionado me acerqué a ella, que había dejado de mecerse, estaba completamente pétrea, con una mirada que lo dice todo, perturbadora y lejos del lugar. Puse mi mano sobre su cabeza, hablándole al oído, cuando súbitamente reaccionó con gritos, porque había visto a su hija Lucrecia, en sueño revolcándose en el ataúd, desesperada por salir, ensangrentada y con los dedos en carne viva. Sentía su presencia en la habitación continua. Me dije, ¡no puede ser! . Mi tía era reiterativa, gritó: ¡créeme que la sepultamos viva! ¡Presiento que está aquí! Actuaba como si estuviera poseída por un espíritu del mal, su voz era fuerte, ronca que intimidaba. Me tembló todo el cuerpo de los nervios y miré hacia atrás, en efecto, vi la imagen de un muerto andante. Mi tía se desplomó, le tomé el pulso y estaba muerta.

De esa casa salí raudo, ahuyentado por la energía negativa del otro mundo en medio de una noche borrascosa, plena de sombras oscuras que se atravesaban en mi camino que se asemejaban a fantasmas. Trataba de esquivarlas, pero el miedo me atrapaba y no dejaba de correr. El torbellino era fuerte, coloquial abundancia de cosas, que hasta la tierra se rajaba y seguía adelante huyendo, era una lucha a muerte. Escuché el estrepitoso ruido de un derrumbe y un grito de sortilegio. Aturdido, miré atrás y contemplé, La Caída De La Casa Escandón.

FIN.

Por:
Rafael Edmundo Arévalo Escandón. (Simón).
2017-06-18. Medellín. Antioquia. Colombia.